sábado, 31 de marzo de 2007

Curada por intercesión de Juan Pablo II

Testimonio de sor Marie-Simon-Pierre ROMA, sábado, 31 marzo 2007 (ZENIT.org).-

El próximo 2 de abril es el aniversario de la muerte de Juan Pablo II. Publicamos el testimonio de sor Marie Simon-Pierre, religiosa de la congregación de las Hermanitas de las Maternidades Católicas de 46 años, inexplicablemente curada de Parkinson. En este caso se basan los documentos del proceso diocesano relativos a los milagros atribuidos a la intercesión de Juan Pablo II. La religiosa trabajaba en la Maternidad de la Estrella (Maternité de l’Etoile), en Puyricard cerca de Aix-en-Provence. La traducción del testimonio ha sido publicada por el semanario Alfa y Omega.



* * *Estaba enferma de Parkinson. Me fue diagnosticado en junio de 2001. La enfermedad me había afectado toda la parte derecha del cuerpo, causándome una serie de dificultades. Después de tres años, de una fase inicial lentamente progresiva de la enfermedad, se agravaron los síntomas, se acentuaron los temblores, la rigidez, los dolores y el insomnio. Desde el 2 de abril de 2005, comencé a empeorar de semana en semana, me debilitaba de día en día, no conseguía escribir -soy zurda- y, si intentaba hacerlo, lo que escribía era difícilmente legible. No conseguía conducir el coche, salvo en trayectos muy breves, porque mi pierna izquierda se bloqueaba a veces durante mucho rato y la rigidez no me permitía conducir. Para desarrollar mi trabajo en el ámbito hospitalario necesitaba además siempre mucho tiempo. Estaba totalmente exhausta. Después del diagnóstico, me era difícil ver a Juan Pablo II en televisión; pero me sentía muy cercana a él en la oración, y sabía que podía entender lo que yo vivía. Admiraba su fuerza y su coraje, que me estimulaban a no rendirme y a amar este sufrimiento. Sólo el amor habría dado sentido a todo ello. Era una lucha cotidiana, pero mi único deseo era vivirla en la fe, y de aceptar con amor la voluntad del Padre. Era la Pascua de 2005, y deseaba ver a nuestro Santo Padre en televisión, porque en mi interior sabía que sería la última vez que iba a poder hacerlo. Durante toda la mañana me preparé para aquel encuentro (él me mostraba lo que yo sería al cabo de algunos años). Era muy duro para mí, que era tan joven... Pero un imprevisto no me permitió verlo. La tarde del 2 de abril de 2005, estaba reunida toda la comunidad para participar en la vigilia de oración en la plaza de San Pedro, transmitida en directo por la televisión francesa de la diócesis de Paría (KTO), cuando fue anunciada la muerte de Juan Pablo II se me vino el mundo encima. Había perdido al amigo que me entendía y que me daba la fuerza de seguir adelante. Notaba en aquellos días la sensación de un gran vacío, pero sentía la certeza de su presencia viva. El 13 de mayo, fiesta de Nuestra Señora de Fátima, el Papa Benedicto XVI anunció oficialmente el comienzo de la Causa de beatificación y canonización del Siervo de Dios Juan Pablo II. A partir del 14 de mayo, las hermanas de todas las comunidades francesas y africanas pidieron la intercesión de Juan Pablo II para mi curación. Rezaron incansablemente, hasta que llegó la noticia de la curación. Yo estaba de vacaciones en aquellos días. El 26 de mayo, concluido el tiempo de descanso, volví a la comunidad, totalmente exhausta a causa de la enfermedad. Si crees, verás la gloria de Dios: éste es el fragmento del evangelio de San Juan que me acompaña desde el 14 de mayo. Y el 1 de junio: «¡No puedo más! Debo luchar para mantenerme en pie y andar». El 2 de junio, por la tarde, fui a hablar con mi Superiora, para pedirle que me dispensara de toda actividad laboral. Me pidió que resistiese todavía un poco, hasta el regreso de Lourdes, en agosto, y añadió: «Juan Pablo II no ha dicho todavía la última palabra». Seguramente, él estaba presente en aquel encuentro, que se desarrolló en la paz y en la serenidad. Luego, la Superiora me dio una estilográfica y me pidió que escribiera «Juan Pablo II». Eran las 17 horas. A duras penas, escribí «Juan Pablo II». Ante la caligrafía ilegible, permanecimos largo rato en silencio... Y la jornada prosiguió como de costumbre. Tras la oración de la tarde, a las 21 horas, pasé por mi oficina para volver después a mi habitación. Sentí el deseo de coger una estilográfica y escribir, como si alguien me dijera: «Coge tu estilográfica y escribe…». Eran las 21:30/45. La caligrafía era claramente legible, ¡sorprendente! Me tendí sobre la cama, estupefacta. Habían pasado exactamente dos meses desde el regreso de Juan Pablo II a la Casa del Padre... Me desperté a las 4:30, sorprendida de haber podido dormir. Me levanté de la cama. Mi cuerpo ya no estaba dolorido, había desaparecido la rigidez e interiormente ya no era la misma. Luego sentí una llamada interior y un fuerte impulso a caminar para ir a rezar ante el Santísimo Sacramento. Bajé a la capilla y permanecí en oración. Sentí una profunda paz y una sensación de bienestar, una experiencia demasiado grande, como un misterio, difícil de explicar con palabras. Después, siempre ante el Santísimo Sacramento, medité los misterios de la luz, de Juan Pablo II. A las 6 de la mañana, salí para unirme a mis hermanas en la capilla, para un momento de oración, seguido de la celebración eucarística. Tenía que recorrer unos 50 metros y, en aquel instante, al caminar, me di cuenta de que mi brazo izquierdo se balanceaba, ya no estaba inmóvil a lo largo del cuerpo. Noté también una ligereza y una agilidad física desconocidas para mí desde hace mucho tiempo. Durante la celebración eucarística, me sentí colmada de alegría y de paz. Era el 3 de junio, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Al salir de Misa, estaba segura de que estaba curada... «Mi mano ya no tiembla. Me voy de nuevo a escribir». A mediodía dejé de tomar las medicinas. El 7 de junio, como estaba previsto, fui al neurólogo que me atendía desde hacía 4 años. Se quedó sorprendido, también él, al constatar la imprevista desaparición de todos los síntomas de la enfermedad, a pesar de que había interrumpido el tratamiento cinco días antes de la visita. Al día siguiente, la Superiora General confió a todas nuestras comunidades la acción de gracias, y toda la Congregación inició una novena de gratitud a Juan Pablo II. He interrumpido todo tipo de tratamiento. He reanudado el trabajo con normalidad, no tengo dificultad alguna para escribir, y conduzco incluso larguísimas distancias. Me parece haber renacido; es una vida nueva, porque nada es como antes. Hoy puedo decir que el amigo que dejó nuestra tierra está ahora muy cercano a mi corazón. Ha hecho crecer en mí el deseo de la adoración del Santísimo Sacramento y el amor por la Eucaristía, que tienen un lugar de privilegio en mi vida de cada día. Esto que el Señor me ha concedido vivir por intercesión de Juan Pablo II es un gran misterio, difícil de explicar con palabras... Pero nada es imposible para Dios. Realmente es cierto: «Si crees, verás la gloria de Dios».

Fuente: ZENIT

miércoles, 28 de marzo de 2007

NO DEJES DE IR A MISA


A la hora de tu muerte, tu mayor consuelo serán las Misas que durante tu vida oíste.

Cada Misa que oíste te acompañará en el tribunal divino y abogará para que alcances perdón.

Con cada Misa puedes disminuir el castigo temporal que debes por tus pecados, en proporción con el fervor con que la oigas.

Con la asistencia devota a la Santa Misa, rindes el mayor homenaje a la Humanidad Santísima de Nuestro Señor.

La Santa Misa bien oída suple tus muchas negligencias y omisiones.

Por la Santa Misa bien oída se te perdonan todos los pecados veniales que estás resuelto a evitar, y muchos otros de que ni siquiera te acuerdas.

Por ella pierde también el demonio dominio sobre ti.

Ofreces el mayor consuelo a las benditas ánimas del Purgatorio.

Consigues bendiciones en tus negocios y asuntos temporales.

Una Misa oída mientras vivas te aprovechará mucho más que muchas que ofrezcan por ti después de la muerte.

Te libras de muchos peligros y desgracias en los cuales quizás caerías sino fuera por la Santa Misa.

Acuérdate también de que con ella acortas tu Purgatorio.

Con cada Misa aumentarás tus grados de gloria en el Cielo. En ella recibes la bendición del sacerdote, que Dios ratifica en el cielo.

Al que oye Misa todos los días, Dios lo librará de una muerte trágica y el Angel de la guarda tendrá presentes los pasos que dé para ir a la Misa, y Dios se los premiará en su muerte.

Durante la Misa te arrodillas en medio de una multitud de ángeles que asisten invisiblemente al Santo Sacrificio con suma reverencia.

Cuando oímos misa en honor de algún Santo en particular, dando a Dios gracias por los favores concedidos a ese Santo, no podemos menos de granjearnos su protección y especial amor, por el honor, gozo y felicidad que de nuestra buena obra se le sigue.

Todos los días que oigamos Misa, estaría bien que además de las otras intenciones, tuviéramos la de honrar al Santo del día.

La Misa es el don más grande que se puede ofrecer al Señor por las almas, para sacarlas del purgatorio, librarlas de sus penas y llevarlas a gozar de la gloria. "San Bernardo de Sena".

El que oye Misa, hace oración, da limosna o reza por las almas del Purgatorio, trabaja en su propio provecho. "San Agustín".

Por cada Misa celebrada u oídas con devoción, muchas almas salen del Purgatorio, y a las que allí quedan se les disminuyen las penas que padecen. "San Gregorio el Grande, Papa".

Durante la celebración de la Misa, se suspenden las penas de las almas por quienes ruega y obra el sacerdote, y especialmente de aquellas por las que ofrece la Misa. "San Gregorio el Grande".

Puedes ganar también Indulgencia Plenaria todos los lunes del año ofreciendo la santa Misa y Comunión en sufragio de las benditas almas del Purgatorio. Para los fieles que no pueden oír Misa el lunes vale que la oigan el domingo con esa intención.

Se suplica que apliquen todas las indulgencias en sufragio de las Almas del Purgatorio, pues Dios nuestro Señor, y ellas le recompensaran esta caridad.

La Santa Misa es la renovación del Sacrificio del Calvario, el Mayor acto de adoración a la Santísima Trinidad. Por eso es obligación oírla todos los domingos y fiestas de guardar.
Pasiri.


Fuente: Correo envíado por el Padre Luis Gabriel Barrero.

martes, 27 de marzo de 2007

UN MINUTO CON MARÍA

El silencio de la Sagrada Familia (I)
La tradición dice que los tres habitantes de la santa casa de Nazaret casi nunca hablaban. El dulce intercambio que nos podemos figurar como una parte de la vida de la Sagrada Familia tiene lugar en nuestra imaginación, pues no existieron. Ahí reinaba un silencio más profundo que la soledad de los Cartujos donde el viento de los Alpes gime en los corredores y estremece las ventanas desvencijadas, mientras todo lo demás guarda un silencio sepulcral. Las palabras de Jesús eran raras. Por eso María las conserva en su corazón, pues igual que un tesoro, eran tan raras como preciosas. Si reflexionamos, veremos que no podía ser de otra forma. Dios es silencioso.

El silencio de la Sagrada Familia (II)
¿Y cómo hubiese podido María no ser silenciosa? Una criatura que había vivido tanto tiempo con el Creador no podía hablar mucho; su corazón gozaba de plenitud, su alma se recogía en el silencio. Ella estaba con Jesús desde hacía doce largos años, años relativamente consagrados a la formación de hábitos, aunque hayan podido pasar por María como un éxtasis santo, pleno de un amor doloroso. Ella había cargado a Jesús en sus brazos, lo había velado mientras dormía, lo había alimentado, lo había visto a los ojos. El le había abierto sin cesar su corazón. Ella había aprendido a comprenderlo. Todas las semejanzas con Dios habían pasado por el alma de María. Nosotros sabemos cuán silencioso es Dios.

El silencio de la Sagrada Familia (III)
Entre el Creador y la criatura, en relaciones como la que existía entre Jesús y María, el silencio, mejor que las palabras, era un lenguaje. ¿Qué podrían haber dado las palabras? ¿Qué hubiesen podido decir? No habrían podido cargar el peso de los pensamientos de la Madre, menos todavía los del Hijo. Hablar habría sido un esfuerzo, una condescendencia, una bajada de la montaña, tanto por parte de María como por Jesús. ¿Y para qué bajar? San José no tenía necesidad. El también permanecía por encima de esas montañas de silencio, demasiado en alto para que ninguna voz, yo diría casi el mínimo eco de la tierra, hubiese podido llegar hasta él.

Fuente: UN MINUTO CON MARÍA... Federico William Faber (1814-1863) Al Pie de la Cruz, 3° dolor, París, Ambrosio Bray, 1858